El Rey está desnudo, cómo en
el cuento, y mejor decirlo cuanto antes por si considera taparse las vergüenzas.
Y también es un rehén del bipartidismo imperfecto, corporativo, “empesebrado” y
falto de principios. Su suerte es que no precisa recabar los votos de los
ciudadanos, cada cierto tiempo, para seguir desempeñando ese papel. Los reyes,
ya se sabe, lo son por la gracia de Dios.
Lo cierto es que un país en
crisis, arruinado por especuladores y desaprensivos, hundido moral y
socialmente, con una clase política a la greña, desprestigiada e incompetente,
con unos dirigentes económicos rapaces, oportunistas e insolidarios, con un
retroceso en el bienestar social que nos devuelve a niveles de más de treinta
años atrás, con limitaciones persistentes de las libertades democráticas, el
avance de las imposiciones ultra-religiosas, clasistas, discriminatorias y
sectarias, la proliferación de los impulsos racistas, xenófobos, fascistas y
los intentos de desintegración territorial, con millones de ciudadanos
sufriendo directamente en sus condiciones de vida todos estos males y la falta
de alternativas, la pregunta se hace inevitable: ¿Y el Rey, para que sirve en
todo esto?