Toda religión se reclama por sus clérigos
como única, verdadera e incontestable, y hay, ha habido y habrá, unas cuantas.
Demasiadas si contamos las sectas en que se dividen entre ellas. La razón nos
dice que no son más que una mezcolanza de filosofía, normas de conducta que
suplían al derecho positivo, recomendaciones útiles basadas en la observación y
la lógica, mitos y leyendas que les dan imperativo mágico, o místico, para así
prevalecer sobre los instintos más primarios. En algunos casos pretenden dar
respuesta a preguntas eternas, que no obtienen certeza para el ser mortal y
finito que se abruma ante lo ignoto. También son el recurso que provee de
consuelo, alivio, resignación a las desdichas que nos acontecen. La fe que
reclaman, sin condiciones, ni requisitos, ni explicaciones, nos reviste como
una pretendida coraza ante lo que rechaza la razón, el sentido de la justicia y
nuestros deseos de hallar la felicidad inalcanzable.
Toda persona, todos los seres humanos, tienen
derecho a dotarse de unas creencias religiosas, de practicar unos ritos o
investirse de una simbología, que les permita una práctica sentida de sus
convicciones y que puedan compartir con otros que coincidan en su misma forma
de sentir o comprender lo sobrenatural, o lo natural cuando se extrema y nos
desborda en nuestras capacidades.