Nada
más lejos de mi ánimo que el “euroescepticismo”, que otros utilizan para
enmascarar su nacionalismo más rancio, o para tratar de justificar la defensa a
ultranza de privilegios particulares, cuando no de prejuicios racistas y
xenófobos. Mi anhelo es ser ciudadano europeo y sentirme tal, pero esto pasa
por haber podido construir una Europa real unida, igualitaria, justa, segura y
solidaria y verdaderamente libre para las personas. Por eso, yo no votaré en las
elecciones al parlamento europeo.
No
es baladí que la actual Unión Europea tenga sus antecedentes en la CECA (Comunidad europea de Carbón y el
Acero) la CEE (Comunidad Económica
Europea) y el EURATOM (Comunidad
Europea de la Energía Atómica), incluso que el nombre más popular, usado y
conocido, previo al actual haya sido el de “Mercado
Común”. En realidad, han sido las necesidades de conciliar la competencia,
la dependencia y los distintos intereses económicos, energéticos e industriales de los países más
desarrollados del viejo continente, tras superar la herencia de la II Guerra
mundial, los auténticos motivos para llevar adelante un proyecto como el de la
UE y, ya más recientemente, la decisión de globalizar la economía, liberalizar
los mercados y consolidar el capitalismo, hacían irreversible la situación.
Son
por tanto los intereses económicos los que priman sobre cualquier otro, los que
orientan y dan personalidad propia a la UE. Oímos hablar mucho de la Europa de
los ciudadanos pero cada día, máxime en esta etapa de crisis, las pruebas son
irrefutables y los hechos abundan en la primacía de los poderes económicos, las
grandes multinacionales, las estrategias industriales, el acaparamiento de
mercados, la salvaguarda de las balanzas de pagos nacionales y la confrontación
de las políticas financieras y fiscales domesticas.