El Rey está desnudo, cómo en
el cuento, y mejor decirlo cuanto antes por si considera taparse las vergüenzas.
Y también es un rehén del bipartidismo imperfecto, corporativo, “empesebrado” y
falto de principios. Su suerte es que no precisa recabar los votos de los
ciudadanos, cada cierto tiempo, para seguir desempeñando ese papel. Los reyes,
ya se sabe, lo son por la gracia de Dios.
Lo cierto es que un país en
crisis, arruinado por especuladores y desaprensivos, hundido moral y
socialmente, con una clase política a la greña, desprestigiada e incompetente,
con unos dirigentes económicos rapaces, oportunistas e insolidarios, con un
retroceso en el bienestar social que nos devuelve a niveles de más de treinta
años atrás, con limitaciones persistentes de las libertades democráticas, el
avance de las imposiciones ultra-religiosas, clasistas, discriminatorias y
sectarias, la proliferación de los impulsos racistas, xenófobos, fascistas y
los intentos de desintegración territorial, con millones de ciudadanos
sufriendo directamente en sus condiciones de vida todos estos males y la falta
de alternativas, la pregunta se hace inevitable: ¿Y el Rey, para que sirve en
todo esto?
La respuesta es desalentadora:
¡para nada! Un simple jarrón decorativo que en su entorno ha dejado crecer una
cultura cerrada, de estamento privilegiado al que todo está permitido, de
aceptación sumisa del capricho y el antojo, de lo ineludible de granjearse el
favor real, de la conveniencia de ser cómplice activo de “la sagrada discreción”,
de sentirse ajeno a las obligaciones de responsabilidad ciudadana ante la
justicia, el fisco, las normas legales y limitar a frases huecas y retóricas,
de discursos por encargo, la toma de posición ante los verdaderos y muy graves
problemas de todos, de los españoles y de España. El Rey reina pero no gobierna
y, además, ignora.
Para rematar la faena, el
grado de dependencia, brutal, que los gobiernos nacionales sufren de las
decisiones que se adoptan en el espacio supranacional europeo, y que no emanan
de poderes ejecutivos elegidos democráticamente. La imposición indisimulada, descarada,
egoísta y prepotente, de quien tiene coyunturalmente la fuerza económica y el
respaldo de los sectores capitalistas más poderosos, arrumba los intereses
generales y desprecia las necesidades de los más desfavorecidos, incrementando
la marginalidad y el empobrecimiento de las clases medias. Un poder legislativo
de attrezzo, viciado por los intereses partitocráticos y vaciado de principios ideológicos,
instalado en la componenda, la vanidad, las prebendas y poltronas, alejado
hasta el infinito de las personas, pone en evidencia el anacronismo que
significan la totalidad de las monarquías europeas, su inoperancia, y que el
futuro no les reserva mas papel que el de adorno costumbrista tribal. Si el
rechazo de la Unión Europea por insatisfacción no acaba con el proyecto, no
hace falta ser un visionario para saber que, tarde o temprano, un sistema
federal, republicano y presidencialista, como el modelo USA, es la única alternativa realista,
lo que deja a nuestras rancias majestades, literalmente, “en pelotas”. (Así, si
mandara Merkel, habría sido por su capacidad para convencer a la mayoría de
ciudadanos de Europa y lograr un voto directo a su programa y a sus capacidades
y, me atrevo a asegurar, eso nunca sería peor que lo de ahora.)
En España, aunque el Rey
firma las leyes aprobadas por el poder legislativo, ese es un gesto formal que
no le exige asumir los efectos de las mismas. En ambos casos, el Rey no puede
ser responsabilizado, en forma alguna, por las consecuencias que se deriven de
la aplicación del cuerpo legislativo, ni por las medidas de gobierno y
administración que se vayan produciendo. Incluso la vieja potestad del “perdón
real” es inexistente y la capacidad de indulto se incluye entre las
atribuciones del ejecutivo.
Lo que parece común a los
distintos Jefes de Estado es el papel de máxima representación del Estado, de
la identidad nacional, en todos los ámbitos y una posición de autoridad
sustentada en la idea de poder moderador de las diferentes fuerzas ideológicas,
por neutralidad política y exclusividad referencial a la Constitución y
ordenamiento jurídico. Para las monarquías todo parece reducirse a este doble
papel: Representación institucional y Arbitraje para las reglas de juego
democráticas. (En la práctica, el arbitraje es imposibilitado por los partidos
que lo considerarían una injerencia inadmisible.)
Durante mucho tiempo estas
condiciones parecían suficientes, reforzaban la fuerza de la tradición
histórica y dinástica y justificaban, para muchos, considerar a los monarcas
como figuras excepcionales entregadas al servicio de los ciudadanos, que ya no súbditos.
En el caso de España, la percepción de que, la monarquía parlamentaria, reunía
el consenso de la mayor parte de una sociedad, que no quería de ninguna manera
correr riesgos de enfrentamientos radicales y cainitas, su ascendencia sobre
los poderes fácticos -en especial sobre los militares y la prueba del 23F-, y
la apuesta decidida por transformar la herencia franquista en una democracia
avanzada e integrada en Europa, convirtieron al rey Juan Carlos I en líder carismático,
providencial y acertado, con un grado de aceptación popular que relegaba los
viejos anhelos republicanos a un ejercicio intelectual no reclamado de ser
llevado a la práctica.
Se decía que nos habíamos vuelto
“Juancarlistas” sin ser monárquicos conversos. Pero el crecimiento del joven
príncipe Felipe, expuesto a la opinión pública desde la niñez, con conocimiento
puntual, oportuno y detallado de su educación, de la evolución de su
personalidad, de actitudes y comportamientos… ¡no nos ha salido un futuro “rey
bobo”! era la conclusión generalizada sobre el sucesor -y a la vez el futuro de
la monarquía-, y llegado el momento de los noviazgos y consecuencias -asegurar la
perpetuidad dinástica- una prensa entregada a mezclar convenientemente lo rosa
con el armiño, disculpaba las “borbonadas mujeriegas” y ponía el acento en “la
discreción” como virtud. Cómo finalmente la elegida resultó ser plebeya,
emancipada, profesional y todo “impulsado por el amor” sin mediar otros
intereses, la aceptación abrumadoramente mayoritaria de la monarquía superó el “coyunturalismo
Juancarlista” más personalista.
De pronto toda esta
situación parece haberse dado la vuelta -como se le da a un calcetín-, y ahora,
la aparición de los miembros de la familia real suele ser acogida con evidentes
muestras de desagrado y protesta por parte del público. Abucheos, pitidos,
imprecaciones e incluso insultos se prodigan, y algunos integrantes han tenido
que ser apartados de los actos oficiales y de apariciones públicas. Al mismo
tiempo, la reclamación de transparencia sobre la casa real, la rendición
exhaustiva de cuentas y bienes, las sospechas de tratos excepcionales,
permisividad y elusión de obligaciones legales generales, se extiende como una
marea de proporciones no estimadas y dudoso control.
Los reduccionistas del fenómeno
quieren acotarlo al comportamiento indigno, desleal y exclusivamente individual
del yerno Urdangarín, y a ciertos desafortunados incidentes sufridos por el
propio Juan Carlos I y que, “en condiciones normales”, jamás habrían transcendido
al conocimiento público. Y en ese afán de “echar balones fuera”, las
manifestaciones populares de desagrado siempre se atribuyen a la compañía: el/la
ministro/a de turno, según que competente departamental deba figurar junto a
los reales miembros.
Apuestan los asesores de
imagen -“soplagaitas” del momento, que hace unos siglos no habrían podido ser
ni bufones-, por el diseño de planificadas, intensivas, elaboradas campañas de
marketing que manipulen al personal, y hagan volver el imprescindible ambiente “Sissi”
que justifique sus abultados estipendios (no van a cobrar menos que Noos). Tal
vez lo consigan, y que durante algún tiempo la mentirosa prevalencia de la
sangre azul y los derechos de cuna subsistan y formen parte de la farándula que
deslumbra a los simples, pero de lo que
ya no podrán convencernos es: no haber visto la patética desnudez de un mito
del pasado.
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