Toda religión se reclama por sus clérigos
como única, verdadera e incontestable, y hay, ha habido y habrá, unas cuantas.
Demasiadas si contamos las sectas en que se dividen entre ellas. La razón nos
dice que no son más que una mezcolanza de filosofía, normas de conducta que
suplían al derecho positivo, recomendaciones útiles basadas en la observación y
la lógica, mitos y leyendas que les dan imperativo mágico, o místico, para así
prevalecer sobre los instintos más primarios. En algunos casos pretenden dar
respuesta a preguntas eternas, que no obtienen certeza para el ser mortal y
finito que se abruma ante lo ignoto. También son el recurso que provee de
consuelo, alivio, resignación a las desdichas que nos acontecen. La fe que
reclaman, sin condiciones, ni requisitos, ni explicaciones, nos reviste como
una pretendida coraza ante lo que rechaza la razón, el sentido de la justicia y
nuestros deseos de hallar la felicidad inalcanzable.
Toda persona, todos los seres humanos, tienen
derecho a dotarse de unas creencias religiosas, de practicar unos ritos o
investirse de una simbología, que les permita una práctica sentida de sus
convicciones y que puedan compartir con otros que coincidan en su misma forma
de sentir o comprender lo sobrenatural, o lo natural cuando se extrema y nos
desborda en nuestras capacidades.
Pero las religiones, la forma de practicar la
fe propia, el modelo de conducta vital, individual y colectiva que nos inspira,
si pretenden afirmar al individuo o a la grey negando a otro u otros, son
elementos de discordia y enfrentamiento. Si en lugar de buscar, lo que pueda
confluir en lograr armonía en las relaciones de los humanos, en hallar la
solución al conflicto de forma pacífica, en alcanzar la compenetración y el
beneficio mutuo, elegimos el camino de señalar las diferencias subjetivas, de
la política supremacista, de la intolerancia y la soberbia, de la exclusión,
marginación, subordinación, cuando no la eliminación del "infiel", entonces
se pierde la esencia de lo “religioso” en cuanto que respuesta a las dudas,
incertidumbres, angustias, infelicidad, etc., de la persona.
Y es esta pérdida de “lo religioso” lo que
explica que, a través de la historia que conocemos, se hayan dado incontables “religiones”
y, aún hoy día, proliferen y broten inopinadamente nuevas llamadas a la verdad
revelada -una vez más- que precisan, sin excusa, de la fe incondicional y la
sumisión personal, en forma de prestaciones adecuadas, de los nuevos adeptos. Porque el afán hegemónico de la religión no
viene dado con la misma, este lo materializa la iglesia, la organización, el
grupo que conforman los sacerdotes, los clérigos, aquellos que se auto-intitulan
intermediarios necesarios entre la persona y el dios, únicos con la capacidad
de comprender y transmitir los designios divinos, monopolizadores del saber qué
clase de comportamiento y actitud nos exige el todopoderoso de turno que los
ilumina.
Es esa clerecía la que obra convencida de su infalibilidad,
que jerarquiza para situarnos a los demás en el nivel más bajo de la misma y,
por tanto, sometidos a su discrecionalidad, amenazados por la superchería y
negados en la propia capacidad intelectual, en la racionalidad inherente al
humano. Precisamente aquello que nos hace individuos libres y singulares. Para
ello recurren a dos elementos taimados y mentirosos: la herejía y la blasfemia.
La primera opera en la línea perfectamente clara de la disciplina en la jerarquía;
prohíbe, y en su caso condena, la discrepancia con la postura oficial del clero
superior, la libertad de interpretación de la doctrina y se aplica para domeñar
y someter a la masa de fieles y seguidores. Pero las consecuencias de la
herejía suponen una continuidad del sistema, la aparición de una nueva secta de
índole religiosa y con los mismos componentes serviles y manipuladores de la rama
primigenia de la que se escinde.
La blasfemia sirve contra todos, contra
propios y extraños, pero fundamentalmente contra la racionalidad, la lógica y
la libertad. Las iglesias necesitan la blasfemia para defender lo que no se
puede explicar, para contraatacar cuando se carece de argumentos, para crear la
sensación colectiva de agravio y definir un enemigo común que una visceralmente
frente a una supuesta agresión. Fundamental, no poder cuestionar la existencia
del dios intangible, las virtudes y capacidades que se le atribuyen por inverosímiles
que parezcan y, cómo no, extender esta ultra protección a la figura del primer
o máximo intermediario: el profeta y/o el patriarca de la iglesia concernida.
Si la lógica y la racionalidad nos induce a
pedir la prueba documental, la constancia física, la demostración empírica, la
sustancia real del ser divino y sus hechos y, caso contrario, a no aceptar subjetivamente
su existencia en uso de nuestra libertad intelectual, seremos condenados por
blasfemos y a partir de ahí se justificará cualquier daño o agresión que se nos
imponga, incluso la muerte, en nombre de dios.
Es tan importante la blasfemia para las
superestructuras eclesiales, para perpetuar su poder, que no han dudado en
tipificarla como delito, acreedor a las máximas penas, en los sistema legales
supeditados a las doctrinas religiosas, incluso han pretendido, -pretenden- que
la Organización de las Naciones Unidas (ONU) certifique la blasfemia como
delito universal y su persecución y penalización sean mundialmente aplicadas.
Es urgente e imperioso que se produzca una
reacción decidida en sentido totalmente contrario y que, para ello, la
comunidad de naciones se pronuncie sin ambigüedades contra la posibilidad de
que se apliquen medidas, penales o punitivas, bajo la acusación de blasfemia a
cualquier persona y en cualquier lugar del mundo. Esta acción -castigar la
blasfemia- debería ser considerada como un atentado cierto contra los derechos
fundamentales de las personas.
No soy tan ingenuo como para creer que esto
evitaría nuevos crímenes terroristas, como los acaecidos en Francia estos días y
con la actividad de “Charlie Hebdo”
como elemento detonante, pero al menos lo dejaría claro para todos aquellos paniaguados
biempensantes que no han dudado en hallar elementos de provocación por parte de
los asesinados, a causa de haber ejercido su derecho fundamental a la libertad
de expresión, a la libertad de analizar, a la libertad de pensar, a la libertad
de no dejarse convencer por la superstición y la superchería, a la libertad de
expresar su opinión discrepante… al derecho a ser personas inteligentes.
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