Hicieron falta dos guerras
mundiales y una revolución “de Octubre” para que Europa afrontara, con
decisión, la búsqueda de un modelo político y social que, basado
inexcusablemente en la democracia, superará los conflictos sociales y
económicos sobrevenidos con el cambio del sistema feudal al burgués y el
desarrollo del maquinismo que dio paso a la época industrial.
Tras la inmensa sangría de
la II guerra mundial a que obligó el totalitarismo nazi-fascista, los europeos
entendieron que la génesis de esos totalitarismos y los contrarios, encarnados
en el comunismo bolchevique y el Komintern, se producía en los graves
desequilibrios de un sistema capitalista ajeno a cualquier regulación que no
fuera la de acrecentar la riqueza y el poder consiguiente, de una exclusiva
clase social.
Con una base intelectual
basada en los pensadores socialistas, en especial con la influencia de Carlos
Marx, pero con la premisa de la prevalencia de sistema de libertades
democrático, - libertad de reunión, de organización, de expresión -, la
Socialdemocracia impulsó la configuración de un “Estado de Bienestar”, basado
en la redistribución de la riqueza, para asegurar unos niveles mínimos de
existencia a todos los ciudadanos, en aras de lograr un igualitarismo universal
más o menos idealista. Otra ideología de
gran predicamento en el viejo continente, la Democracia Cristiana, aportó, en
coherencia con la llamada “Doctrina Social de la Iglesia” establecida en
encíclicas como la “Rerum novarum” del Papa León XIII y subsiguientes de los
Papas Pio XI y Juan XXIII, elementos fomentadores de la progresión y desarrollo
del “Estado de Bienestar”, con la cautela de no reforzar el materialismo
implícito en el pensamiento socialdemócrata. Incluso el Liberalismo político
aportó cierto empuje al nuevo estado, al apoyar decididamente aspectos como la
universalización de la enseñanza, en y para todos los estamentos sociales, como
requisito imprescindible de la igualdad de oportunidades para el desarrollo y
el progreso personal del individuo.
No dejaba de haber grandes
resistencias al modelo. Las oligarquías económicas, los aristócratas y
terratenientes supervivientes de los viejos regímenes, los grupos industriales nuevos
y viejos, constituían de hecho la clase de los propietarios, los poderosos
tradicionales y no podían ver sin resistencia las limitaciones a sus
tradicionales privilegios y prerrogativas que el nuevo orden suponía. Esta
clase optaba por la reproducción del modelo liberal-economicista anterior, el
llamado “Manchesteriano” y que no era más que la expresión desatada del
capitalismo a ultranza.
Pero por si la larga etapa
de conflictos, crisis, insurrecciones, revoluciones y contiendas que habían asolado
al mundo en general durante la primera mitad del siglo XX, no bastaba para reforzar
y mantener la opción por el modelo social dentro del marco democrático, la
configuración geopolítica en dos grandes bloques antagónicos, los escenarios de
pre-confrontación y aislamiento (el “telón de acero”) y la apuesta por la
exportación de la llamada “Democracia Popular Revolucionaria” o “Dictadura del
Proletariado”, con el apoyo ideológico, material y armamentístico a cualquier
organización o grupúsculo revolucionario del planeta, que estaba dispuesto a
prestar el Comunismo, (desde el Pacto de Varsovia, la Republica Popular China o
incluso el ultra-radicalismo de Albania y Corea del Norte) pesaron decisivamente
en la absoluta necesidad de establecer un sistema que, por justo, participativo
e igualitario, fuese inmune al contagio de la fiebre revolucionaria y
desestabilizadora proveniente del Este.
El “Estado de Bienestar” suponía
una forma de convivencia tanto nacional como trasnacional para Occidente, en el
que la democracia participativa, el derecho como forma pacífica de resolver el
conflicto, la legislación sobre derechos sociales y civiles equilibradora entre
las clases populares y poderosas, minorías y mayorías y la institucionalización
de los organismos internacionales no solo políticos, también asistenciales (UNESCO,
UNICEF, OIT, ACNUR, etc…) entre otras muchas medidas, pretendía ser la
contramedida más eficaz para las alteraciones de la paz y la convivencia pero, sobre
todo, impedir la hecatombe de una confrontación dual de la población a escala
planetaria, hasta entonces impensable en la historia del ser humano.
Ni siquiera los regímenes totalitarios
residuales de la Europa occidental, (el “corporativismo” de Salazar y Caetano
en Portugal, el “organicismo” de Franco en España y el más temporal militarismo
de los Coroneles en Grecia) pudieron sustraerse a la adopción de medidas
inspiradas en el modelo del bienestar, que les sirviera para apaciguar las ansias
democráticas de sus poblaciones. Aunque con formulas paternalistas e
instrumentales claras, el régimen de Franco fue adoptando políticas de
educación, sanidad y seguridad social y vivienda, parecidas a las implementadas
en los países europeos, cediendo a que determinados poderes facticos y oligárquicos
(Iglesia, terratenientes, banqueros y constructores) se beneficiaran al mismo
tiempo de muchas de estas iniciativas, que se fomentaban de forma paralela a
los llamados “planes del desarrollismo español”. Para dar carnaza a los
Falangistas, el sector más díscolo de sus bases ideológicas, les entregó la organización
verticalista que pretendía simular sindicatos de trabajadores y se dictaron
leyes como el Fuero del Trabajo, que esgrimían ante todos como paradigma de la
justicia social y el equilibrio en las relaciones laborales.
Finalmente, la restauración democrática
en estos países incluyó, necesariamente, las libertades sindicales y la
legislación de normas laborales más avanzadas en la justicia, equidad y equilibrio
de las relaciones capital-trabajo. En España, el Estatuto de los trabajadores
provocaba el cambio y reconocía el papel de los movimientos sociales en la
transición pacífica a la democracia.
Si
la historia más inmediata, finales del siglo XIX y primera mitad del XX, no
fuera suficiente, todo el ciclo humano conocido ilustra de la confrontación por
motivos de propiedad, de riqueza, de poder y posesión en suma y que solo la
relativización de la “privacidad de la propiedad”, el reparto de la riqueza
disponible para atenuar desigualdades y la “normalización” de las relaciones
que operan sobre intereses concretos para objetivar estas y evitar supremacías insuperables,
permiten periodos de paz y desarrollo en todos los órdenes.
Esto afirma que la democracia como hecho formal es
insuficiente, necesita del equilibrio social y económico para ser realmente el
sistema en el que todas las personas son iguales y consideran satisfechas las expectativas
de obtener una adecuada solución a las situaciones de desigualdad, desamparo u
objetivamente injustas.
Desandar el camino de décadas,
volviendo a los poblados de infraviviendas abarrotados de trabajadores y sus
familias, el lumpen-proletariado. A un tiempo en el que el empleo y su jornal de
un día no tenían garantías de obtenerse al siguiente; no había educación y
sanidad mas allá de la beneficencia, ni cobertura para los cesados; las
condiciones de trabajo podían enfermar a cualquiera cuando no matarle, por
accidente, a causa de riesgos ignorados pese a su evidencia y la cuna en la que
se nacía era una maldición de por vida. Una vida en la que se pasaba de la
maldición bíblica de trabajar para vivir (si se puede) a morir en la miseria
sin solución de continuidad y con la otra opción, la de la marginalización
antisocial y delincuente siempre presente.
Esto, que nos suena a tercer
mundo, era un panorama real en la Europa del XIX/XX y no está tan lejano en el
tiempo, como no está tan lejano en el espacio. De hecho esa situación dada en
ciertos países como los llamados “dragones asiáticos”, en especial en China, ha
configurado unas capacidades productivas, estimuladas con inversiones
occidentales, sobre bases de desregulación y bajísimos costes laborales en
cualquier aspecto y que la globalización de los mercados hacen competir con los
costes de una producción regulada, como la de los países desarrollados, al
tiempo que impiden por todos los medios que sus trabajadores alcancen
condiciones laborales y retributivas equiparables, entre las que incluyo la
persecución del sindicalismo libre.
Hace tiempo que todo esto se
ha previsto, la división internacional del trabajo, el “dumping” social y
laboral, la deslocalización industrial, la competencia basada en la explotación
del trabajo, pero la contumacia y persistencia de la minoría que sigue
detentando la riqueza y con ella el poder, la desafección de los gobiernos
hacia sus gobernados, la permisividad con la corrupción, la especulación y el
fraude, la impunidad de los paraísos fiscales y la manipulación de masas a través
de los medios de comunicación masiva, nos está llevando a un escenario de
desastre sin remisión.
La
contrarreforma laboral del PP es, sobre otras ya sufridas, un salto cualitativo
en la justificación ideológica del retroceso salvaje al que nos empujan.
Abandona todo complejo o vergüenza en atribuir el poder, todo el poder, a unos,
en justificar su supremacía, su propiedad omnímoda, su discrecionalidad
absoluta y sin control. Pervierte la democracia porque subvierte las reglas de
equilibrio y equidad y pone el instrumento político y con esto al Gobierno, al
Legislativo y, qué duda cabe, al Judicial al servicio del único poder que reconocen: el económico.
No
habrá ninguna democracia que regenerar si dejamos que esta se descomponga y eso
es, precisamente, lo que está pasando.
1 comentario:
Excelente y fundado artículo aunque no comparto el último párrafo. La continuidad del Estado de bienestar está condicionada a que la actividad económica del país se mantenga en términos que lo hagan sostenible. Es cierto que existe un "dumping social" determinante impuesto por otras potencias emergentes, pero también es cierto hoy por hoy, el capital no tiene nacionalidad y Europa no tiene la fuerza política necesaria para poder imponer sus condiciones comerciales a China, la India o Rusia. Es necesario adaptar nuestro esquemas y, posiblemente ceder en algunos de los aspectos conquistados, para poder preseervar lo esencial. La reforma va en esa dirección, su objetivo se encuentra en intentar conservar el tejido industrial y empresarial que aún se mantiene en España. Si persiste la tendencia deslocalizadora, la desaparcición de empresas y la pérdida de actividad económica, el Estado de bienestar también desaparecerá por innanición.
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