Cristóbal
Bermudo de Robres solo podría hacer un disparo y este debía acertar a su
objetivo, matándole en el acto o malhiriéndole tan gravemente que no pudiera
huir o ser evacuado por su escolta.
Tendría
que apuntar al cuello o al rostro, exactamente a uno de los ojos; eran las
únicas zonas vitales desprotegidas. Lo ideal, claro, era un acierto en el
pecho, en el corazón; aunque se desviase ligeramente hacia el centro, la
velocidad, peso y punta de su proyectil lo haría penetrar rompiendo el esternón
y, solo el impacto, cortaría la respiración, provocaría el desmayo y haría
desplomarse hacia atrás al blanco.
Pero
no había destreza que pudiera asegurar, sobre un blanco en movimiento, un
ángulo absolutamente perpendicular de entrada que evitase el desvío en la
penetración; incluso el rebote, por el efecto de la protección corporal de la
que, a buen seguro, iría revestido.
Sí.
Sabía que podía acertar en una zona vital, desprotegida… salvo que Dios no lo
quisiera así.
–Señor,
guía mi mano y templa mi pulso –murmuró.
Su
habilidad estaba fuera de duda y, por eso, su comandante le había elegido para
ese tiro único y mortal.